sábado, 1 de enero de 2011

La cinta blanca


Desde sus primeras imágenes, en un blanco y negro de bella austeridad y precisa nitidez, nos enfrentamos a una situación enigmática: ¿quiénes han provocado el cruel accidente que afectó al médico de ese pueblo protestante del norte de Alemania en el que transcurre la acción?

Nadie parece saberlo y todos se inquietan con los indicios, huellas y signos de los nuevos y misteriosos hechos de violencia y maltratos que van ocurriendo. Sucesos que se producen de un modo casi natural, en medio de una morosa normalidad, a la vista de cualquiera, pero herméticos a la interpretación y el entendimiento. Todo parece traslúcido en esta película, pero es, en verdad, opaco hasta lo impenetrable.

La historia empieza durante los meses previos al estallido de la Primera Guerra Mundial. El pueblo está marcado por jerarquías, diferencias y respetos. Los habitantes del pueblo se distinguen por sus roles y espacios de poder: el barón, el médico, el pastor luterano, la esposa del barón, el ama de llaves del médico, la familia campesina. También están los niños del pueblo, tal vez los seres menos previsibles, más indescifrables. El maestro es el narrador perplejo y retrospectivo de la acción: advierte a los espectadores, con la voz cascada de la vejez, que algunos de los sucesos que van a presenciar se mantuvieron velados para siempre. O, al menos, así se conservaron para su propia comprensión, siempre a la búsqueda de razones y motivos de los hechos. Hechos refractarios a cualquier explicación.
El carácter interrogativo del filme lo abre a la sugerencia parabólica: en ese pueblo se incuba el Mal, germen alimentado por la humillación sistemática de los débiles, la educación rigorista, la violencia ritual, la intolerancia puritana, el maltrato mental, la represión del goce, la humillación programada, la perversión naturalizada, la imposición de las ideas. Se ha dicho que “La cinta blanca” describe la formación de la generación de alemanes que sustentaron al nazismo veinte años después, pero la película apunta más lejos y ofrece una formulación más abierta y general: se ofrece como una radiografía del autoritarismo patriarcal y se pregunta si un régimen de ideas, afectos, poderes, sujeciones, fidelidades y disciplinas de esa naturaleza fertiliza los fanatismos de todo signo y de cualquier época.

Pese a la nitidez del trazo narrativo, cada ocurrencia de la acción apunta a lo incierto, a lo probable, a lo que queda anotado pero no formulado. A diferencia de otras películas de Haneke, que tienden a lo demostrativo, aquí los hechos se abren a todas las interpretaciones: acaso estamos ante violencias causadas por un conflicto de clases, o son resultado de la revancha por alguna humillación sexual, o asistimos a una reacción contra ancestrales sevicias patriarcales. O, tal vez, en ese pueblo de Alemania se han empezado a invertir, confundir o disolver los papeles, tareas y prácticas tradicionales de víctimas y verdugos.

La condición irresuelta de la acción, la entonación del narrador y el estilizado blanco y negro eliminan el realismo e imponen la distancia del espectador. Un clima ominoso, casi de horror, se extiende por la película creando desasosiego pero no conmoción. Todo está marcado por una mirada geométrica, de encuadres frontales, composición visual neta y límpida, exteriores bañados por una luz blanca y penetrante que evoca la del cine mudo nórdico, el de Sjöström y Dreyer, aunque sin su sensualidad, ya que todo aquí es cerebral, reconcentrado, conceptual. Un dispositivo de la mirada marca la representación de la violencia: nos enteramos de ella estando en interiores contrastados, a veces en penumbras, cuyos fondos entrevemos a través de ventanas semiabiertas. O acaso nos topamos con la perspectiva visual bloqueada por una puerta que clausura la observación de esa forma de tortura explícita a la que llaman educación.

Como pocas películas anteriores de Haneke, “La cinta blanca” afilia sus imágenes a una tradición y reconoce mentores y antecedentes: no sólo el viejo cine nórdico; también está la huella del Bergman severo de “Los comulgantes” y el del horrorizado por la génesis del mal en “El huevo de la serpiente”. Hay algo en el blanco y negro implacable y en la naturaleza de la descripción de una cruel educación que recuerda al “El joven Törless”, pero sobre todo se siente la influencia de dos notables películas “fantásticas": “Picnic en Hanging Rock”, de Peter Weir, y su flotante clima de incertidumbre, y “El pueblo de los malditos”, de Wolf Rilla, con su ambigua mirada sobre la inocencia de la niñez.

Ricardo Bedoya

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Yo también había pensado en "El Joven Törless" de Volker Schlöndorff ....

paola

Anónimo dijo...

El medico humillando a la mujer es puro Bergman