lunes, 6 de diciembre de 2010

Celda 211


Las películas carcelarias suelen seguir dos líneas argumentales: o muestran la minuciosa preparación y ejecución de fugas individuales o colectivas o describen los incidentes de un motín. Las grandes películas de esta vertiente del cine se orientan en una u otra vía: desde “El agujero”, de Jacques Becker, hasta “Brute Force”, de Jules Dassin; desde “Fuga de Alcatraz”, hasta “Motín en el pabellón 11”, ambas de Don Siegel. Pero en todos los casos, priman las atmósferas enrarecidas, los ambientes cerrados, la angustia claustral y el relato se consolida en torno a un personaje fuerte, despiadado, un líder que exige lealtades, impone disciplina, ejerce autoridad, arbitra, juzga y sanciona. Puede tener la serenidad de un Burt Lancaster o un Clint Eastwood o la crispación de Neville Brand o de Malamadre, el personaje que encarna Luis Tosar en “Celda 211”, del español Daniel Monzón.

Monzón conoce bien la tradición fílmica que representa la vida carcelaria, pero también las del cine “negro” y “social”, que suelen ir aparejadas. “Celda 211” cita –algunos dirían que copia y hasta saquea- una película como “Motín en el pabellón 11”, pero la aclimata a una época y a un espacio. Vemos una cárcel española de hoy donde conviven homicidas comunes, funcionarios honestos, policías crueles, autoridades corruptas, narcotraficantes colombianos, presos de ETA, y entre todos ocasionan un desmadre que la administración política, sin escrúpulos, aprovecha para manipular desde fuera y salir bien librada. El sistema cínico y oportunista de un estado que da la espalda, ignora y hasta elimina a los leales.

Pero esta lectura política no está encarnada en frases, discursos o latiguillos de denuncia, sino en una trama que se va construyendo a partir de episodios pequeños, coincidencias, infortunios, confusiones, apariencias que engañan, y una dinámica que alterna la descripción del caos y el desorden colectivo con la historia de una relación personal, de confianza e intimidad, entre el recluso Malamadre, líder carismático de la revuelta, y el “topo” Juan (Alberto Ammann), funcionario de prisiones que pasa como recluso por afán de supervivencia. Lo mejor de la película está en la descripción de la dependencia que se crea entre el dirigente mesiánico y el funcionario. Sus objetivos son opuestos, pero entre ambos construyen sus propios espacios de poder complementarios y, de paso, administran sus precarias y amenazadas existencias.

Tosar es Malamadre y luce estólido, concentrado, físico; es el prototipo del “duro”, lo que incluye el aura de ángel caído que asume por momentos. Su personaje es un eje de la acción y concentra los aciertos de la película. Cuando la trama se aleja de él y de su entorno, se debilita y luce artificial e inconsistente. Monzón se siente más cómodo filmando el encierro, creando el suspenso de los pequeños incidentes y ambientando espacios sórdidos que multiplicando las líneas narrativas. Por eso, el destino de la esposa embarazada de Juan aparece como un recurso de guión más bien forzado y la intervención de los presos de ETA como una treta para “fechar” la acción y arraigarla.

Ricardo Bedoya

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