viernes, 8 de octubre de 2010

La tumba de las luciérnagas


“La tumba de las luciérnagas”, de Isao Takahata, es un filme de itinerario que se convierte en fábula moral sobre el horror y la belleza como experiencias básicas para el aprendizaje de la vida. Por un lado, la película evoca las travesías físicas y morales de las cintas del neorrealismo italiano de la inmediata postguerra. Vemos a los dos niños protagonistas recorriendo un paisaje devastado por la guerra mientras aprenden a sobrevivir pero también a morir. El recuerdo de “Alemania, año cero” o de “Europa 51”, es ineludible.

Y es que en “La tumba de las luciérnagas, como en las películas de Rossellini, nos vinculamos, solidarios, con la mirada aterrada y perpleja de los niños hacia una agresividad que no entienden ni explican porque es excesiva, gratuita, casi inimaginable. Ante ella sólo cabe alimentar el recuerdo de la madre ausente, refugio imaginario constante, centro de un trabajo de duelo que no acaba. Para los niños es imposible deshacerse de la figura materna perdida porque ella se actualiza a cada paso en la destrucción de su entorno. “La tumba de las luciérnagas” presenta un escenario apocalíptico de ruinas y exterminio, pero coloca un filtro emocional entre esa “realidad” y su representación. La fuerza y el carácter perturbador del filme se sustentan en una rigurosa equidistancia entre la representación realista y la deriva onírica. Las grafías del filme de animación adquieren una cualidad que media entre el fresco realista y la fantasmagoría desbocada.

Las imágenes de Takahata nos permiten asistir a la representación de los hechos más terribles y conmovedores sin que nuestra visión crítica quede sofocada. Aceptamos la salvaguarda de la convención del trazo gráfico y la esencial irrealidad que aporta el uso de las técnicas de la animación, lo que conduce al pacto que establecemos con ella al dar fe de su verosimilitud. Hasta la potencia emocional de una historia como la narrada por “La tumba de las luciérnagas” se hace admisible y próxima.

Los protagonistas recorren un espacio baldío y lo hacen hasta la extenuación; sólo les resta caer vencidos por la inanición. Hay una dimensión física, áspera, cotidiana, en la figuración de estas dos siluetas atravesando un mundo hostil. Y en el medio, se crea un lugar para la descripción de lo imaginario. Los bombardeos, el fuego, el esfuerzo físico y la hostilidad del mundo conviven con la luz de las luciérnagas. Es como si un puñado de imágenes de naturaleza fotorealista se hubiera liberado al fin de su sustento documental para transfigurarse en trazos, líneas y colores animados, puros destellos de violencia y poesía.

La puesta en escena de la película sigue una trayectoria que refuerza la impresión de alejamiento de las servidumbres del realismo. Al inicio, vemos a los personajes en su entorno en una suerte de simulacro documental o testimonial. La cámara sigue sus travesías y el relato informa del modo en que sus vidas van a alterarse para siempre. Luego viene un giro introspectivo: la cámara se aproxima a los personajes para enfrentarlos a sueños, evocaciones y pesadillas; los recuerdos de la madre y las luces de las luciérnagas se funden. En el tercer tiempo, están ya inmersos en un espacio imaginario; sin embargo, las luciérnagas tienen la consistencia de lo sólido, lo concreto, lo tangible. La dinámica del relato se basa en la alternancia entre violencia y reposo, tranquilidad y sobresalto, es decir, entre la luz del fuego y el brillo de las luciérnagas. Como ocurre también en “Flores de fuego”, de Takeshi Kitano, o en algunos episodios de los “Sueños”, de Akira Kurosawa, en las que la muerte y la violencia coexiste con el color de los cerezos y el sabor del saké.

Ricardo Bedoya

3 comentarios:

Rosella dijo...

Nunca lloré tanto como con esta película.

Anónimo dijo...

El mejor de los animés. Mejor que Chihiro y Totoro.

Ale Falla dijo...

la única película animé que es lo suficientemente tierna y trágica a la vez capaz de hacer llorar hasta al corazón más insensible...