martes, 8 de abril de 2008

Lejos de ella


Uno de los personajes principales de Lejos de ella padece de la enfermedad de Alzheimer. A pesar de ese dato argumental, esta película no es un documento informativo o didáctico ni, mucho menos, un cinta edificante del canal Hallmark.

Lejos de ella podrá estar hecha con los mismos insumos de un telefilme cualquiera pero difiere en el acento, el tratamiento, la modulación dramática, la intención, la relación con los espectadores y el punto de vista con que Sarah Polley, la directora, percibe la ficción. La compasión, por ejemplo, no es aquí un sentimiento que se imponga a los espectadores, así como el reconocimiento de la enfermedad tampoco supone el relato de un despliegue de coraje que suele forzar la admiración del auditorio o es pretexto para la lección de vida.

Julie Christie es una mujer que vive, de modo apacible, un matrimonio que lleva ya 44 años. De pronto empieza a sentir los síntomas del mal. Junto con su esposo (Gordon Pinsent) deciden el internamiento. Allí se detiene el acercamiento clínico a la enfermedad, porque la película no es una crónica sobre sus avances o estragos. Lejos de ella evita documentar el Alzheimer y prefiere el tono medio del melodrama susurrado, temperado, crepuscular.

Un lugar común del melodrama es presentar a la enfermedad como encarnación de un destino brutal, injusto, inesperado, que siega la felicidad recién adquirida por una pareja joven. Aquí no ocurre eso; la enfermedad es un signo más de ese clima invernal que cubre de nieve todo el paisaje. Llega conla fuerza del deterioro físico que traen los años. Por eso, la intensidad del drama se mantiene en sordina: nadie clama con rabia por lo que ocurre y la pareja protagonista acepta el crepúsculo con una serenidad que marca el tono y el transcurso de la cinta.

Una serenidad que también imprime la apariencia y textura visual de la película: desde la palidez de la fotografía hasta los movimientos lentos de los actores y, por cierto, la luz invernal que evoca la angustia silenciosa de lo blanco. Polley representa la pérdida de la memoria y los trastornos del mal sin cargar los efectos dramáticos expresionistas en claroscuro; los muestra más bien como expresión de una larga, persistente y lechosa luminosidad.

Pero que no veamos manifestaciones de furia, llanto y crispación por el destino no evita el desconcierto. El acierto mayor de la película consiste en enfocar la acción a través de la mirada del esposo de la enferma. Una mirada que pasa de la sorpresa a la pena, de la alarma a la incomodidad y de allí al puro desconcierto. Pero, sobre todo, a un extraño sentimiento de pérdida. La estrecha relación de la pareja se convierte en poco tiempo, apenas en un mes sin verse, en una relación de extraños. La película es un lamento por esa ruptura.

Lo mejor de la película está allí: en la contemplación de la esposa convertida en una desconocida, desempeñando un papel inesperado, y en los planos del rostro del actor Gordon Pinsent, absorto al comprobar que la memoria compartida de la pareja ya no existe.

Polley se limita a registrar las temporalidades y experiencias disociadas de marido y mujer. La enferma se convierte para los espectadores y para su marido en alguien que representa un rol provocador y hasta cruel en su perfecta inconsciencia. Es la actriz que interpreta un guión insólito, que escapa a todas las previsiones, y está filmada desde la distancia, en encuadres que la muestran de cuerpo entero, asistiendo a su “nuevo amor” en un mundo donde la subjetividad es opaca, incomprensible, impenetrable. Su rol se altera de la noche a la mañana, ya no puede ser interiorizado, y la película, por eso, prefiere registrar de lejos la extraña puesta en escena.

La experiencia del marido, en cambio, es interior y turbulenta. Hace las veces de un espectador que se inquieta al ver que el personaje principal de la obra cambia de identidad en medio de la representación. Se pregunta por lo que pasa; atribuye la conducta de su esposa a alguna revancha por pasados problemas en su matrimonio; no entiende los cortocircuitos del tiempo y la memoria que se han producido; recuerda cuando el tiempo era para ellos una experiencia común. El personaje es testigo y recuerda: la cámara lo mira de cerca, muestra sus arrugas, su deterioro físico, sus mínimos gestos.

En ocasiones, y esas son las partes más débiles de la película, vemos el pasado de la pareja, encarnada por actores jóvenes. Son pasajes fallidos porque en esta película sobre el tiempo y la memoria esas dimensiones son como un sedimento, huellas marcadas en el cuerpo y el gesto de los actores (basta ver a Julie Christie para saber que la belleza de juventud del personaje es la de la actriz de Darling y Doctor Zhivago), en el brillo de los ojos de Gordon Pinsent, y no en esas entrometidas ilustraciones en blanco y negro.

Ricardo Bedoya

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sì parece una pela para la tele, pero eso no la vuelve mala.